domingo, 12 de marzo de 2017

Rehenes de los sindicalistas

Las cosas y acciones suelen ser simplemente esenciales, es decir: son. El daño o beneficio que provoquen no depende de ellas sino de su uso. Así la energía atómica provoca algo bueno si genera la electricidad que alimenta un quirófano en donde se salva una vida o un hecho dañino cuando explota en una bomba destruyendo una ciudad.
Lo mismo se puede aplicar al dinero, las drogas e infinidad de cosas.
Suele suceder que algo se crea, con su esencia, para provocar el bien y el tiempo va degenerando su aplicación y termina provocando daño. Incluso, algo grave en esas situaciones, sin que lleguemos a darnos cuenta o a prestarle atención, naturalizando su perversión.
La democracia en su estado puro primigenio es perfecta: el pueblo gobierna a través de sus representantes a los que elige. Pero el tiempo la ha ido tergiversando, entonces los diputados, que son los que representan a la población de un sector de un territorio, terminan dándole la espalda a sus representados y obedeciendo tan solo al partido al que pertenecen o, mejor dicho, a las autoridades del mismo.
Al diputado Fagúndez, de la XXIII sección electoral poco suele preocuparle lo que piensen los habitantes de ella que lo han votado; levanta la mano o no de acuerdo a lo que le impone la obediencia debida ¡Y no nos parece extraño!
Con el sindicalismo pasa lo mismo. Nació, florecido el siglo XX, como una fascinante herramienta para que los trabajadores tuviesen fuerza para luchar por reclamos justos y evitar abusos patronales.
Pero con el tiempo esa creación virtuosa se fue desnaturalizando, instaurando dirigentes eternos a los que solo les importan sus intereses personales y cambiando, en muchos casos, los derechos por abusos. Sobre todo en el ámbito estatal ¡Y nos parece natural!
Se llegó a una instancia en que a la lucha gremial poco le interesa la búsqueda de la excelencia de los trabajadores afiliados. No se puede echar a un empleado del estado sin que se provoque una airada protesta. No importa si es un inútil, haragán o inescrupuloso. Entonces para suplir la falta de trabajo de sujetos como el descripto hay que tomar más trabajadores. Y todos tienen un escudo protector sindical que los hace intocables. Y al gremialista en jefe poco le importa la calidad de sus representados, tan solo el número. Y cuanto más sean mejor. Y él pasa de ser un trabajador que representa a su gremio a trabajar de gremialista. Y su barriga, su billetera y sus lujos crecen ¡Y a nadie le importa!
No estaría mal esta situación; que haya una gran plataforma laboral que contenga a un enorme grupo de personas sería bueno. Lo malo es que suele suceder lo de la frazada corta: si se tapa la cabeza se destapan los pies. La frazada vendría a ser, en este caso, el dinero salarial. Si los empleados son muchos no alcanza para pagar buenos sueldos. Si se aumentan éstos es necesario sobre emitir moneda, generando una inflación que diluye su efecto. Todo esto en un contexto en el que no se puede reducir el cuadro laboral porque el sindicalista pondría el grito en el cielo y se acusaría al gobierno que fuere de inhumano.
Situación que no viven las cajeras de supermercados o los playeros de las estaciones de servicio, que no pueden luchar por sus salarios ni la estabilidad laboral.
Entrar a trabajar en el estado es trasponer una especie de puerta trampa que permite el movimiento en una sola dirección: hacia adentro. Es ingresar a un sitio donde eternizarse y, al contrario de Gabriel que fue playero, luego renunció para emplearse de vendedor de electrodomésticos en la sucursal de una gran empresa en donde llegó a ser gerente, el empleado estatal no busca mejores horizontes y pretende que estos se presenten en su lugar de trabajo. Todo bajo el amparo de los jefes gremiales que utilizan ese estado de cosas en provecho propio.

Entonces se termina siendo rehenes de esa situación o, mejor dicho, de los sindicalistas. Todo esto ante la mirada impávida de los propios agremiados que se suman a la protesta por el salario o los despidos pero nunca se quejan de los pares que parasitan su labor.

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