La gata peluda es un individuo extraño. Una especie de limpiatubos gordo. Un gusano punk que se parece a un mini colectivo de los picapiedras: una enorme estructura, que sería el vehículo y, por debajo, los piecitos que lo hacen avanzar.
No parecería que fuese importante detenerse a hablar de ella, salvo que se lo hiciera por cuestiones zoológicas o agronómicas. Pero hoy creo que no es así.
Spilosoma virgínica es su nombre científico bajo la nomeclatura binaria que creara el francés Linneo. Spilosoma sería el apellido y virgínica su nombre. “el epíteto específico” le llamaban a esto último cuando estudiaba.
“Epíteto específico”, algo que jamás comprendí hasta que, a los treinta y ocho años, escuché durante un partido de morondanga, que el relator dijo que un jugador le había lanzado “gruesos epítetos al árbitro”. Entonces me fui al diccionario y ahí leí que epíteto, en gramática, significa: adjetivo calificativo que indica una cualidad natural del nombre al que acompaña, sin distinguirlo de los demás de su grupo.
Entonces entendí: “epíteto específico” es la descripción de una característica de los individuos de un género, que define su especie.
Lo que jamás comprenderé es como una puteada a un árbitro me remitió a algo aprendido quince años atrás.
La cuestión es que “Spilosoma virgínica” es el apellido y nombre de la gata peluda ¡Pero no es así! Porque en eso se supone que todas y cada una de las gatas peludas son iguales ¿Pero, lo son? Para nosotros sí. Para nosotros, cada una, es un bicho que come hojas y que, si se desbanda y nos perjudica los cultivos, hay que aniquilarlas.
Y allá van las armas químicas, que para matar somalíes están prohibidas pero para ellas no, a aniquilar a las gatitas.
¿Será injusto?
¿Qué sabemos de las relaciones entre ellas? ¿Son todas iguales? ¿No piensan? ¿No sienten? ¿Se amarán? ¿Quieren a sus huevos? ¿Cuándo son mariposas recuerdan el estado larvario y comparten vuelos en pareja?
¡Y si es así!
Si es así, llamarlas a todas “Spilosoma virgínica” es una injusticia. O al menos una simplificación. Porque quizá haya un Jorge Spilosoma virgínica, una María Rosa Spilosoma virgínica, una Ludovica Spilosoma virgínica, un Jonathan Spilosoma virgínica… y así todos, individuos diferenciados en la sociedad gatapeludiana.
Esto viene a cuento por algo que me sucedió ayer.
Cuando uno recorre un lote de soja, en el que hay orugas, es común que alguna de ellas, en un acto invisible a nuestra mirada, se desprenda de una planta y se aferre a nuestro pantalón. Y uno no le da mucho mérito a eso. Pero si se piensa, para el animal es una acrobacia similar a las que hacía Burt Lancaster en la película trapecio. Lanzarse de un folíolo de soja a un pantalón, desde cuarenta centímetros de altura y siendo que el largo de su cuerpo es de dos centímetros, es como que nosotros hiciéramos lo mismo a cincuenta metros de altura ¡Una osadía!
Pero no admiramos eso. Peor aún, lo ignoramos.
Ayer, a la hora de la siesta, recorrí un lote de soja para evaluar la magnitud del ataque de insectos y determinar si se tenían que tomar medidas de control o esperar. Opté por lo segundo y me fui.
Por aquel tema de Burt Lancaster, es frecuente que, al rato de la exploración a la leguminosa, mientras uno va manejando, se le aparezca en alguna prenda alguna isoca. Avezado en esas lides uno no descuida la conducción del vehículo y se la saca de encima.
Es claro que ellas no tienen poder de lucha ninguno contra nosotros.
Pero eso no me sucedió.
Más tarde, pasadas las diez de la noche, estaba en mi sofá, mirando por décima cuarta vez Indiana Jones y el templo de la perdición. En la escena que Kate Capshaw atraviesa la cueva llena de cucarachas y otros bichos, algo desvió mi atención: una gata peluda trepaba por mi pantalón, a la altura del muslo.
No le presté mucha atención porque justo, Willie, estaba por meter la mano en el hueco donde estaba la palanca que salvaría a Indiana de morir aplastado. Entonces hice un círculo con los dedos pulgar y mayor, liberé la tensión que retenía al segundo y, con una especie de puntapié digital, eché a vuelo al lepidóptero.
No pasaron más de quince minutos hasta que me imbuí en una profunda introspección y perdí toda referencia del japonesito, del templo y del Maharajá Zalim Singh.
¿Qué estamos haciendo los seres humanos? ¿Quiénes nos creemos que somos? Esa simple gata peluda había sobrevivido a un mundo hostil, para ella, por más de siete horas. Había estado aferrada a mis prendas mientras fui a la estación de servicio, a otro campo, a lo de mi vieja, al supermercado, a mi casa… Siete largas y tediosas horas temiendo por su vida. Luchando por ella. Pasando hambre y sed. En soledad. Nosotros, con algo así, hacemos una película de un tipo que se desbarranca en un desfiladero y se quiere cortar el brazo. Pero de gatas peludas no hay filme alguno. Supuestamente nosotros somos extraordinarios, valerosos, aventureros ¡Y ella! ¡Qué escollos habría sorteado para llegar hasta allí! Solita, la pobre, pensando en su familia. No era madre, por cierto, para ello hay que ser mariposa. Pero seguro era hija, hermana… Y extrañaría a los suyos. Y quizá tuvo la repentina y desgarradora certeza de que jamás volvería a verlos.
Y yo, con el dedo, me la había quitado con desdén.
Un nudo de angustia me estranguló la garganta y un sudario de piedad me vistió de golpe. Dejé el control remoto y comencé a buscarla en el piso, en la mesa del televisor, en las paredes, en el palo de agua, en los cables… Hasta que:
— ¡Qué haces en cuatro patas, boludo! ¡Ya te mamaste de nuevo! — me dijo mi señora.
—Nnnno, nada. Se me cayó el encendedor.
Rody Moirón, enero 2014
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