viernes, 24 de marzo de 2017

Conciencia

Era el año 1978 recién nacido. Era enero, veinticinco de enero. No es que me haya acordado desde siempre de este último dato, lo tuve que buscar años más tarde, para escribir este relato con más precisión. Porque de aquella noche recuerdo básicamente lo importante: sentimientos.
Me acuerdo que viví el partido en la penumbra del comedor de mi casa, con la Noblex Karina sobre la mesa del comedor, lanzando a vuelo su voz gangosa. La otra radio, una Hitachi forrada en cuero, se la había llevado mi vieja al lavadero. Mejor, pensé, la Noblex era más nueva.
Todavía hoy está la mesa en la casa. Y los demás muebles viejos de aquella vez: el bargueño, el chifonier… Muebles con nombres raros que les daba mi vieja y que hoy ya no escucho.
Los menciono porque en mi recuerdo ellos, del estilo de algún Luís o algo así, fueron mi estadio, mi tribuna. Desde allí escuché el partido. Sí, lo escuché. Porque aunque teníamos tele, a doscientos sesenta kilómetros de la Capital, que llegaran imagen y sonido era una lotería. “¡Hoy se ve un espejo!” se solía decir cuando algún día nos ofrecía una antena parabólica de nubarrones que hacía que la señal llegara intensa y que pudiéramos ver “Malevo” o algún otro programa que nos deleitaba. Pero esos días eran escasos y, aquel, no fue uno de ellos.
Mi viejo no se hallaba en casa. Todavía no había regresado del campo. Pero seguro que estaba escuchando por la radio del Fiat 1500. Porque fana como era… Mi hermano mayor también era fana, pero tampoco estaba ¿Estaría escuchando en la colimba?
De él, del viejo, había heredado mi simpatía hacia nuestro equipo. Y digo simpatía porque hasta aquel día —y por eso lo recuerdo como a pocos otros— yo era un simple simpatizante. Un chico que declaraba el ser hincha solamente por gastar algunas cargadas con los compañeros de la escuela o para tener alguna foto en blanco y negro con que forrar una carpeta.
El partido comenzó y el gordo Muñoz empezó a tiritar su relato desde el parlante de la Noblex Karina. Y yo, sentado en esas mullidas sillas de cuero que eran mis compañeras de tribuna y que se usaban solamente cuando había visitas, también comencé a tiritar.
No me daba cuenta por qué estaba nervioso. Primero, a mí no me iba la vida en aquella final. Qué tenía por perder o por ganar. Quién podría cargarme al otro día ¡Nadie!
En segundo lugar, por esa especie de soberbia que da la “chapa”, teníamos todas las de ganar. Aunque jugábamos de visitante y en el partido de ida habíamos empatado, éramos grandes ¿Y ellos?
¿Ellos quienes eran? Ni los conocía. En los álbumes de figuritas no aparecían, porque las figus eran de equipos del metro. Cómo sería que al escuchar el relato me daba cuenta si no la teníamos cuando el Gordo nombraba algún jugador ignoto para mí.
Éramos un Goliat que no permitiría, otra vez, que un débil David sacara ventaja de la sorpresa.
El tema era simple. En el partido de ida habíamos empatado uno a uno y, como el gol de visitante, para desempatar, se computaba doble, ganando de visitante o empatando en dos goles o más seríamos campeones. Nada muy difícil. Encima teniendo en cuenta que arrancamos bien: en el primer tiempo dos cabezazos en el área de ellos y, cumpliéndose uno de los postulados del fútbol, gol nuestro.
Pan comido. Ahora los que debían remar eran ellos.
La voz del Gordo en la penumbra del comedor me sonaba, ahora, menos fibrosa, menos tensa. Era como si hubiera cambiado el aire.
Cuando empezó el segundo tiempo creía que estaba tranquilo. Pero en mi interior supongo que no era así, porque sentado frente a la radio me frotaba las pantorrillas con las manos.
De pronto el Gordo grita penal para ellos.
— ¡Qué penal! ¡Dónde penal! ¡Gordo y la...!
Y lo insulté al señor Muñoz como si él tuviera la culpa de algo. Y como si yo hubiera visto algo.
Fue la primera vez que insulté en un partido. Hoy lo hago siempre. No solo a los árbitros, sino a los jugadores. Es que muchos de ellos me parecen tan ajenos o tan faltos de talento que… Bueno, insulto en mi casa. Jamás lo haría delante de ellos. Porque son laburantes, hacen lo que pueden. Y si hicieran lo que uno quiere que hagan ya no estarían acá; estarían en Europa, en Rusia, hasta en México. Es solo una catarsis.
Es tan triste nuestro presente…
La cuestión es que un tal Cherini  ̶  ¡Cherini! ̶  lo pateó y lo metió. Uno a uno. Volver a empezar.
No perdí la fe. Metiendo uno más los obligábamos a hacer dos.
Pero no fue así. Un rato más tarde un tal Boccanelli  ̶   ¿quién era? ̶  salta al cabezazo y nos mete un gol con la mano.
“¡Con la mano! ¡Con la mano! ¡Y la p…!”
Volví a insultar y mucho.
Nos salió carísimo el asunto, porque en la protesta nos echaron a tres “¡A tres!” Recuerdo que el Gordo hablaba de un enjambre de jugadores rodeando al árbitro ¡No era para menos! También dijo que varios jugadores, ante el tamaño de la injusticia, amenazaron con dejar el campo de juego, pero el técnico los convenció y volvieron a jugar.
Estaba muy enojado: lloraba, insultaba, gritaba y recurría a la blasfemia. Es que en la pureza de la niñez las injusticias resultan más injustas.
Cuando el partido se reanudó ya no éramos Goliat sino un escuálido David atado de pies y manos, torturado y mutilado. Éramos ocho; y yo.
Pero no perdí la fe. A esa edad creía más que ahora en los milagros. Además lo teníamos a Él. Una especie de duende indescifrable para marcar, un geómetra del pase, un relativista puro. Porque aunque parezca inadmisible, siempre me remitió a Einstein. Recuerdo que mi viejo, cuando lo veía hacer alguna de esas genialidades, sonreía con una mueca entre burlona y cómplice. Hoy, a veces, me descubro haciendo lo mismo viendo a Messi.
Encima el técnico ¡Un genio! Faltando quince minutos hace entrar a su socio de siempre, que estaba afuera porque venía de una lesión y, faltando nueve, se dio el milagro: pase del Beto y el Bocha… ¡Sí, Él! ¡Einstein, Chaplin, Goliat! Y el Bocha la manda adentro con la zurda.
Le pegué una piña al chifonier “¡Goooollll, la puta que los parió!”
Después no me importó más nada. Sé que nos cascotearon el rancho hasta el final, pero no me importó más nada. Lloraba. Escuchaba como el Gordo Muñoz se iba quedando disfónico por el alto tono que al que lo obligaban los ataques de Talleres, pero no me importaba. Sabía que el milagro ya estaba consumado. Y que era una hazaña histórica
Y lloraba. Y cuando terminó el partido me fui a mi pieza, descolgué un banderín que tenía clavado con chinches en la pared  ̶ poco me importó que se descascarara el revoque ̶  y me fui a dar la vuelta olímpica, solo, corriendo en la manzana del Club Junín.

Y en aquel día. En aquella tardecita de enero; sin mi viejo para compartir; sin mi hermano que estaba en la colimba; dando la vuelta olímpica en las veredas del club Junín; solo; con un banderín desteñido y almidonado; a mis trece años, tomé conciencia que era y sería, para siempre, fanático de Independiente.

jueves, 23 de marzo de 2017

La media y la diame

A veces creemos que sabemos con exactitud lo que significan algunas palabras. Incluso aquellas que no son infrecuentes, pero cuando nos volvemos estrictos podemos fallar, perdernos en explicaciones incompletas y erróneas o titubear.
La definición de “igual” no me resultó ajena a ello. Siempre supuse que dos cosas iguales no tenían diferencia alguna entre sí. Pero la definición dice otra cosa, es más ambigua y deja lugar a interpretaciones cuantitativas. En el Diccionario de la Real Academia Española, la tercera acepción dice que igual es un adjetivo que significa: muy parecido o semejante ¡Pero no idéntico!
Toda esta disquisición vino a cuento cuando me hallé frente a un cajón de la cómoda, con diez medias en la mano, y ninguna pertenecía al mismo par.
Y me pregunté por qué no había una igual a la otra. Y en mi error de confundir esa palabra con “idéntico” razoné que las medias de un mismo par no eran iguales entre sí; como sucede con un par de zapatos o los faroles delanteros de un vehículo. Son individuos simétricos, especulares, correspondientes, semejantes. Pero a la vista del significado preciso, las medias de un mismo par son iguales. Pero no idénticas, una está cosida para un lado y la otra para el opuesto.
Y creí que esa diferencia entre una y otra era la causante de que se me dificultara hallar un par. Porque a ambas me las saco al mismo tiempo, las coloco juntas en el cesto de la ropa sucia y, es muy probable que sean introducidas al lavarropas simultáneamente.
Entonces, en qué momento y por qué causa se separan.
Fiel a mi naturaleza empírica decidí averiguarlo. No fue tarea sencilla. No porque se tratase de una práctica complicada que necesitara aparatología compleja o conocimientos previos, sino porque debería tomar actitudes que pondrían en duda, aún más, la normalidad de mi estado mental. Tendría que vigilar a mi esposa, en el lavadero, mientras introducía la ropa en el lavarropas y luego atender, frente al aparato, la actitud de las medias.
Y así lo hice.
“¿Qué mirás?” me dijo previsiblemente ella, mientras procedía al lavado. –Me gusta verte- le respondí evasivo.
Y descubrí que en ese proceso no estaba el problema. Mi mujer puso el par de medias juntas, con otras prendas más, cerró el lavarropas y encendió el programa.
Esperé que se alejara un poco y, acuclillándome, me puse a mirar lo que sucedía en el interior del artefacto.
“¡Y ahora qué!” Me increpó ella, que había regresado. “Me parece que tiene una falla, hace un ruido raro”, respondí con ingenio.
Cuando quedé nuevamente a solas comencé a mirar el movimiento giratorio, algo hipnótico, que me presentaba el tambor de lavado. La visión me fue ensimismando y recordé el espiral del comienzo de la serie “La cuarta dimensión”. Pero en un momento logré pestañear y concentrarme en mi misión.
Y descubrí lo que estaba buscando: las medias, en medio de esa maraña de telas que naufragaban en el torbellino de agua y jabón, no se comportaban de la misma manera. Las medias eran iguales pero no idénticas, eran la una reflejo de la otra. Por eso una giraba en sentido horario y otra anti horario. Una era dextrógira y la otra levógira. Y como si fuesen partículas que se repelen se mantenían alejadas entre sí, separadas por media circunferencia.
Finalmente el programa de lavado terminó y cuando mi esposa regresó le dije que era una falsa alarma, que el aparato funcionaba bien. Y me quedé, nuevamente, observándola.
Y pude atar los cabos que faltaban; una de las medias salió con la primera tanda que fue al secarropas y, luego, terminó en el tender. La otra, más tarde, sufrió el primer proceso pero debió dormir un tiempo en el secarropas hasta conseguir su turno de colgado. Y eso las divorció.
La primera media fue a un cajón durante la noche, mientras que la segunda lo hizo dos días después a otro.
Concluí que con todos los pares debía suceder lo mismo, por eso había breves temporadas en que se podía armar uno y otros vacíos temporales en que las medias eran manipuladas individualmente.
Y eso me hizo entender que la única solución sería comprar, mínimamente, diez pares iguales.

Pero no hallé ningún negocio con el stock suficiente como para hacerlo.

La gata peluda y mi yo interior

La gata peluda es un individuo extraño. Una especie de limpiatubos gordo. Un gusano punk que se parece a un mini colectivo de los picapiedras: una enorme estructura, que sería el vehículo y, por debajo, los piecitos que lo hacen avanzar.
No parecería que fuese importante detenerse a hablar de ella, salvo que se lo hiciera por cuestiones zoológicas o agronómicas. Pero hoy creo que no es así.
Spilosoma virgínica es su nombre científico bajo la nomeclatura binaria que creara el francés Linneo. Spilosoma sería el apellido y virgínica su nombre. “el epíteto específico” le llamaban a esto último cuando estudiaba.
“Epíteto específico”, algo que jamás comprendí hasta que, a los treinta y ocho años, escuché durante un partido de morondanga, que el relator dijo que un jugador le había lanzado “gruesos epítetos al árbitro”. Entonces me fui al diccionario y ahí leí que epíteto, en gramática, significa: adjetivo calificativo que indica una cualidad natural del nombre al que acompaña, sin distinguirlo de los demás de su grupo.
Entonces entendí: “epíteto específico” es la descripción de una característica de los individuos de un género, que define su especie.
Lo que jamás comprenderé es como una puteada a un árbitro me remitió a algo aprendido quince años atrás.
La cuestión es que “Spilosoma virgínica” es el apellido y nombre de la gata peluda ¡Pero no es así! Porque en eso se supone que todas y cada una de las gatas peludas son iguales ¿Pero, lo son? Para nosotros sí. Para nosotros, cada una, es un bicho que come hojas y que, si se desbanda y nos perjudica los cultivos, hay que aniquilarlas.
Y allá van las armas químicas, que para matar somalíes están prohibidas pero para ellas no, a aniquilar a las gatitas.
¿Será injusto?
¿Qué sabemos de las relaciones entre ellas? ¿Son todas iguales? ¿No piensan? ¿No sienten? ¿Se amarán? ¿Quieren a sus huevos? ¿Cuándo son mariposas recuerdan el estado larvario y comparten vuelos en pareja?
¡Y si es así!
Si es así, llamarlas a todas “Spilosoma virgínica” es una injusticia. O al menos una simplificación. Porque quizá haya un Jorge Spilosoma virgínica, una María Rosa Spilosoma virgínica, una Ludovica Spilosoma virgínica, un Jonathan Spilosoma virgínica… y así todos, individuos diferenciados en la sociedad gatapeludiana.
Esto viene a cuento por algo que me sucedió ayer.
Cuando uno recorre un lote de soja, en el que hay orugas, es común que alguna de ellas, en un acto invisible a nuestra mirada, se desprenda de una planta y se aferre a nuestro pantalón. Y uno no le da mucho mérito a eso. Pero si se piensa, para el animal es una acrobacia similar a las que hacía Burt Lancaster en la película trapecio. Lanzarse de un folíolo de soja a un pantalón, desde cuarenta centímetros de altura y siendo que el largo de su cuerpo es de dos centímetros, es como que nosotros hiciéramos lo mismo a cincuenta metros de altura ¡Una osadía!
Pero no admiramos eso. Peor aún, lo ignoramos.
Ayer, a la hora de la siesta, recorrí un lote de soja para evaluar la magnitud del ataque de insectos y determinar si se tenían que tomar medidas de control o esperar. Opté por lo segundo y me fui.
Por aquel tema de Burt Lancaster, es frecuente que, al rato de la exploración a la leguminosa, mientras uno va manejando, se le aparezca en alguna prenda alguna isoca. Avezado en esas lides uno no descuida la conducción del vehículo y se la saca de encima.
Es claro que ellas no tienen poder de lucha ninguno contra nosotros.
Pero eso no me sucedió.
Más tarde, pasadas las diez de la noche, estaba en mi sofá, mirando por décima cuarta vez Indiana Jones y el templo de la perdición. En la escena que Kate Capshaw atraviesa la cueva llena de cucarachas y otros bichos, algo desvió mi atención: una gata peluda trepaba por mi pantalón, a la altura del muslo.
No le presté mucha atención porque justo, Willie, estaba por meter la mano en el hueco donde estaba la palanca que salvaría a Indiana de morir aplastado. Entonces hice un círculo con los dedos pulgar y mayor, liberé la tensión que retenía al segundo y, con una especie de puntapié digital, eché a vuelo al lepidóptero.
No pasaron más de quince minutos hasta que me imbuí en una profunda introspección y perdí toda referencia del japonesito, del templo y del Maharajá Zalim Singh.
¿Qué estamos haciendo los seres humanos? ¿Quiénes nos creemos que somos? Esa simple gata peluda había sobrevivido a un mundo hostil, para ella, por más de siete horas. Había estado aferrada a mis prendas mientras fui a la estación de servicio, a otro campo, a lo de mi vieja, al supermercado, a mi casa… Siete largas y tediosas horas temiendo por su vida. Luchando por ella. Pasando hambre y sed. En soledad. Nosotros, con algo así, hacemos una película de un tipo que se desbarranca en un desfiladero y se quiere cortar el brazo. Pero de gatas peludas no hay filme alguno. Supuestamente nosotros somos extraordinarios, valerosos, aventureros ¡Y ella! ¡Qué escollos habría sorteado para llegar hasta allí! Solita, la pobre, pensando en su familia. No era madre, por cierto, para ello hay que ser mariposa. Pero seguro era hija, hermana… Y extrañaría a los suyos. Y quizá tuvo la repentina y desgarradora certeza de que jamás volvería a verlos.
Y yo, con el dedo, me la había quitado con desdén.
Un nudo de angustia me estranguló la garganta y un sudario de piedad me vistió de golpe. Dejé el control remoto y comencé a buscarla en el piso, en la mesa del televisor, en las paredes, en el palo de agua, en los cables… Hasta que:
— ¡Qué haces en cuatro patas, boludo! ¡Ya te mamaste de nuevo! — me dijo mi señora.
—Nnnno, nada. Se me cayó el encendedor.
Rody Moirón, enero 2014

domingo, 12 de marzo de 2017

Rehenes de los sindicalistas

Las cosas y acciones suelen ser simplemente esenciales, es decir: son. El daño o beneficio que provoquen no depende de ellas sino de su uso. Así la energía atómica provoca algo bueno si genera la electricidad que alimenta un quirófano en donde se salva una vida o un hecho dañino cuando explota en una bomba destruyendo una ciudad.
Lo mismo se puede aplicar al dinero, las drogas e infinidad de cosas.
Suele suceder que algo se crea, con su esencia, para provocar el bien y el tiempo va degenerando su aplicación y termina provocando daño. Incluso, algo grave en esas situaciones, sin que lleguemos a darnos cuenta o a prestarle atención, naturalizando su perversión.
La democracia en su estado puro primigenio es perfecta: el pueblo gobierna a través de sus representantes a los que elige. Pero el tiempo la ha ido tergiversando, entonces los diputados, que son los que representan a la población de un sector de un territorio, terminan dándole la espalda a sus representados y obedeciendo tan solo al partido al que pertenecen o, mejor dicho, a las autoridades del mismo.
Al diputado Fagúndez, de la XXIII sección electoral poco suele preocuparle lo que piensen los habitantes de ella que lo han votado; levanta la mano o no de acuerdo a lo que le impone la obediencia debida ¡Y no nos parece extraño!
Con el sindicalismo pasa lo mismo. Nació, florecido el siglo XX, como una fascinante herramienta para que los trabajadores tuviesen fuerza para luchar por reclamos justos y evitar abusos patronales.
Pero con el tiempo esa creación virtuosa se fue desnaturalizando, instaurando dirigentes eternos a los que solo les importan sus intereses personales y cambiando, en muchos casos, los derechos por abusos. Sobre todo en el ámbito estatal ¡Y nos parece natural!
Se llegó a una instancia en que a la lucha gremial poco le interesa la búsqueda de la excelencia de los trabajadores afiliados. No se puede echar a un empleado del estado sin que se provoque una airada protesta. No importa si es un inútil, haragán o inescrupuloso. Entonces para suplir la falta de trabajo de sujetos como el descripto hay que tomar más trabajadores. Y todos tienen un escudo protector sindical que los hace intocables. Y al gremialista en jefe poco le importa la calidad de sus representados, tan solo el número. Y cuanto más sean mejor. Y él pasa de ser un trabajador que representa a su gremio a trabajar de gremialista. Y su barriga, su billetera y sus lujos crecen ¡Y a nadie le importa!
No estaría mal esta situación; que haya una gran plataforma laboral que contenga a un enorme grupo de personas sería bueno. Lo malo es que suele suceder lo de la frazada corta: si se tapa la cabeza se destapan los pies. La frazada vendría a ser, en este caso, el dinero salarial. Si los empleados son muchos no alcanza para pagar buenos sueldos. Si se aumentan éstos es necesario sobre emitir moneda, generando una inflación que diluye su efecto. Todo esto en un contexto en el que no se puede reducir el cuadro laboral porque el sindicalista pondría el grito en el cielo y se acusaría al gobierno que fuere de inhumano.
Situación que no viven las cajeras de supermercados o los playeros de las estaciones de servicio, que no pueden luchar por sus salarios ni la estabilidad laboral.
Entrar a trabajar en el estado es trasponer una especie de puerta trampa que permite el movimiento en una sola dirección: hacia adentro. Es ingresar a un sitio donde eternizarse y, al contrario de Gabriel que fue playero, luego renunció para emplearse de vendedor de electrodomésticos en la sucursal de una gran empresa en donde llegó a ser gerente, el empleado estatal no busca mejores horizontes y pretende que estos se presenten en su lugar de trabajo. Todo bajo el amparo de los jefes gremiales que utilizan ese estado de cosas en provecho propio.

Entonces se termina siendo rehenes de esa situación o, mejor dicho, de los sindicalistas. Todo esto ante la mirada impávida de los propios agremiados que se suman a la protesta por el salario o los despidos pero nunca se quejan de los pares que parasitan su labor.

jueves, 23 de febrero de 2017

L'État, c'est moi




“El estado soy yo” dijo el Rey Sol, Luís XIV, en 1655 al promulgar un aumento de impuestos. Y parecería que el estado fue es y será solo el gobierno, su estructura y el dinero que maneja.
Pero qué es el estado.
Según una de las acepciones de su significado es una comunidad social con una organización política común y un territorio y órganos de gobierno propios que es soberana e independiente políticamente de otras comunidades.
Es decir que el estado somos todos.
Pero muchas personas parecen escindirse de él para reclamar cosas. Los empleados públicos piden aumento de sueldos y conservación del empleo (que está sobredimensionado), las organizaciones sociales planes, los ciudadanos en general subsidios en las tarifas de los servicios y sigue la lista.
Y muchas veces “el estado” presta atención a ellos y pone “su” dinero para satisfacer el requerimiento. Y en varias de ellas, quien hace efectivo el aporte, el funcionario, actúa como si lo hubiese puesto de su bolsillo ¡Pero es dinero del estado! Y el estado somos todos.
¿De dónde sale ese dinero?: de los impuestos. Y aunque algunos crean que no pagan impuestos porque no están inscriptos en la AFIP ni nada parecido, hasta cuando compran un caramelo lo están haciendo.
Es decir que quienes reclaman dinero al estado están pidiendo algo que tendrán que aportar por otro lado.
Pongamos como ejemplo, para verlo mejor, un edificio de varios pisos con muchos departamentos. El inmueble, los muebles y todos sus habitantes son el estado.
Dentro de él hay bienes personales, departamentos, muebles, ropa, elcectrodomésticos, y otros que son comunes, por ejemplo palieres, escaleras, ascensores, jardines, etc. Y para el mantenimiento de estos últimos cada propietario debe pagar, mensualmente, un monto en concepto de expensas.
En el ejemplo, cierto día, el del octavo F le dice al administrador que no le alcanza el dinero para pagar el consumo eléctrico de su departamento y plantea si la administración no puede costear la mitad de la boleta.
El pedido es aceptado pero, rápidamente, otros propietarios piden lo mismo; algunos también para el gas o el cable.
Entonces la administración nota que no le alcanza lo que recauda por lo que aumenta el monto de las expensas. Pero al ver que, a pesar de ese mayor ingreso, el dinero sigue sin alcanzarle gira, en descubierto en el banco.
El nuevo y mayor  aporte que cada propietario debe hacer provoca que algunos directamente dejen de pagar y otros procuren mayores ingresos.
Por eso la del tercero J le pide a la administración que la contrate para la limpieza de los espacios comunes. Esta, en principio, se niega aduciendo que ya hay alguien que se encarga de eso y que es suficiente. Pero ante la insistencia de la mujer la emplean. Y ahora un trabajo que podía hacer una sola persona lo hacen, en principio dos y, más tarde tres porque la del noveno W pide lo mismo y es aceptada.
De igual manera sucede con el del 2 N y el del 6 X quienes se apuntan para jardineros.
Estos nuevos gastos obligan a la administración a aumentar nuevamente las expensas, a endeudarse más y a descuidar el mantenimiento de las cosas en común tales como ascensores, cañerías generales, tanques de agua, barandas de escaleras, matafuegos y otras cosas.
Con el nuevo nivel de expensas algunos le piden a la administración dinero para su sustento y otros se viven quejando de que los ascensores funcionan mal, las paredes tienen humedad y algunas luces de los palieres no funcionan.
Los nuevos empleados del edificio se pagan su sueldo con el aumento de expensas.
Este estado de cosas crece más y más hasta que en un momento se estabiliza haciendo que lo que cada  propietario paga de expensas aumente cada mes pero también crezca lo que la administración subsidia y que todos se acostumbren a vivir entre cosas que no funcionan.
Pero un día la administración es cambiada y, la nueva, corta los aportes a los propietarios, para la paga de los servicios, diciéndoles que gasten lo que pueden pagar; no echa a los jardineros y las mujeres de limpieza de más pero no les aumenta el sueldo e invierte en el arreglo de todo lo que funciona mal y comienza a pagar las deudas, por lo que no baja las expensas.
Y un día, algunos propietarios, se reúnen para tomar acción porque el dinero no les alcanza para pagar todo lo que antes consumían, incentivan a otros y, entre todos, expulsan a los administradores y vuelven a llamar al los anteriores.
Entonces todo vuelve a ser como antes.
Pero algunos, tiempo después, abandona el edifico después de la caída de uno de los ascensores, que implicó cuatro muertes, el desprendimiento de revoque, que se llevó otras dos y la destrucción de varios departamentos por el deterioro.
Y los que quedaron se adaptaron a vivir eternamente en la decadencia. Son los dueños de las expensas, es decir, de la plata que reciben de la administración.

Son el estado.

La dosis hace al glifosato

Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim fue un médico suizo del siglo XVI. Afortunadamente su vanidad lo hizo adoptar un nombre más sencillo con el que llegó a nuestros días: “Paracelso”, que significa “igual o mejor que Celso”, médico romano del siglo I. Es el personaje principal del cuento de Jorge Luis Borges “La Rosa de Paracelso” y además, Junto a Agrippa, es uno de los 101 magos famosos que aparecen en los cromos de las Ranas de Chocolate en las películas de Harry Potter; en los libros su estatua aparece en Hogwarts. Pero su mayor logro no fue ser un personaje literario sino hacer la observación de que una sustancia química puede ser inofensiva o hasta beneficiosa a bajas concentraciones pero venenosa a altas: “Todas las sustancias son venenos; no existe ninguna que no lo sea. La dosis diferencia a un veneno de una medicina”. (Von der Besucht, Paracelso, 1567). Esto incluye, también, a las sustancias naturales. Y no estuvo equivocado, si alguien ingiere cincuenta veces más cafeína que la que contiene un pocillo de café, se muere. Si se comen 5 kg de espinaca, la cantidad de ácido oxálico que contiene provoca un daño irreversible a los riñones. Altas cantidades de vitamina D producen sordera, cálculos renales y hasta la muerte. Incluso ingerir 6 litros de agua en un corto tiempo provoca que los riñones no den abasto, lo que lleva a un desbalance electrolítico que produce la muerte. 50 g de sal de mesa matan si uno los ingiere. Entonces si se sustituye el término “agroquímicos” por “agrotóxicos” bien estaría cambiar “condimentos” por “saborizantes tóxicos”. El glifosato no es ajeno a esta regla de toxicidad, si se toman ratas de laboratorio y se aplica por cada una 5 gramos, por vía dermal, mueren la mitad de ellas (Dosis letal mediana [DL50]). Para lograr un efecto similar bastaría reemplazar el glifosato por solo 3 g de sal de mesa o 2 g de vitamina A por animal. Pero el uso de dicho agroquímico está puesto hoy en tela de juicio por haber sido incluido, por la Agencia Internacional sobre Investigación del Cáncer (IARC), dependiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en la categoría “probables cancerígenos del Grupo 2ª”. Por otro lado, un artículo de la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (CASAFE) dice que “otras entidades serias afirman que la IARC no realizó nuevas pruebas para reclasificar al glifosato, sino que se valió de experimentos anteriores, que seleccionó solo algunos de ellos y que no tomó en cuenta otros seriamente realizados que demuestran lo contrario y que la Agencia de Protección del Ambiente (EPA) de Estados Unidos y el Instituto Alemán de Evaluación del Riesgo (BfR)- este último a pedido de la Unión Europea- estudiaron el glifosato durante cuatro años y concluyeron que no era cancerígeno.” (http://www.casafe.org/pdf/PP%20COMUNICACIONAL%20Glifosato%20y%20IARC%20final.pdf). (http://www.glifosato.es/gtf-statements/declaracion-del-gtf-sobre-la-reciente-decision-de-iarc-en-relacion-con-el-glifosato). Aun así, en base a esta inclusión en la lista de la IARC, diversos ambientalistas han salido a proponer que se legisle para prohibirlo o para restringir su uso. Se esgrimen, además, afirmaciones acerca de que en poblaciones rurales, en los habitantes de la periferia, ha aumentado la ocurrencia de casos de cáncer por estar expuestos a las pulverizaciones aéreas de los campos vecinos. Un caso emblemático, en el cual basan sus reclamos, es el de Monte Maíz, una localidad de Córdoba, en la que se detectaron una proporción de enfermos de cáncer superior a la media y que atribuyen al glifosato. Pero un estudio realizado por profesionales de la Universidad de Córdoba determinó que la ocurrencia de la enfermedad se distribuye uniformemente en la localidad, sin que haya un patrón que indique que en los habitantes de la periferia la misma sea más frecuente. (http://www.lavoz.com.ar/ciudadanos/monte-maiz-los-casos-de-cancer-se-distribuyen-en-todo-el-pueblo). También aducen que tanto profesionales del agro, como funcionarios públicos que defienden su uso y abogan por su inocuidad lo hacen por estar, de alguna manera, cooptados por la empresa Monsanto, supuestamente, la principal beneficiaria por la comercialización de dicho agroquímico. Voy a abordar el tema por sus distintos ángulos intentando utilizar el sentido común. Afirmar que los intereses de Monsanto hayan cooptado voluntades implica aceptar que las voluntades puedan ser cooptadas. Entonces ¿por qué no pensar que otras multinacionales europeas, tan o más poderosas que la estadounidense, que han quedado afuera del negocio de la soja resistente al glifosato, no están cooptando voluntades para denostarlo? No tengo el conocimiento para afirmar si una u otra cosa está sucediendo por lo que este aspecto lo voy a dejar simplemente en la pregunta realizada. Solamente acoto que la patente del glifosato hace tiempo que es pública por lo que ya no es un agroquímico exclusivo de Monsanto sino que numerosas empresas chinas e indias lo fabrican y comercializan. Con respecto a la toxicidad del glifosato, el producto actúa en las plantas anulando la actividad de una proteína que no se encuentra en los animales. Por lo tanto para los humanos su toxicidad es baja. Aún si fuese tóxico para nosotros me surge otra pregunta: ¿Cómo llega el glifosato a nosotros? ¿Cómo tomamos contacto con él? Es un producto de muy baja volatilidad, por lo que la posibilidad de que llegue a nosotros en forma de vapor es prácticamente nula. Podemos estar compartiendo una habitación con un envase de glifosato sin que nos pase nada. Podemos caminar sobre un terreno al que se le ha aplicado el producto, sin que llegue a nosotros. La denuncia más común es que en las aéro aplicaciones en los campos lindantes a los cascos urbanos se producen derivas que llevan el producto a los habitantes de ellas. Esto ha llevado a solicitar que se establezcan bandas de seguridad de 500 e incluso 1.000 m de ancho. No sería extraño encontrar que en algún caso de mala praxis el caldo pulverizado haya llegado a un poblado. Pero más que restringir su uso sería mejor controlarlo. Además, para establecer la distancia de la restricción (zona buffer) propongo analizar estudios sobre el tema como el Modelo de cuantificación de plaguicidas en aire que realizó el ingeniero agrónomo Daniel Igarzábal profesor titular de la Cátedra de Zoología Agrícola de la Facultad de Ciencias Agropecuarias Universidad Católica de Córdoba, en el cual determinó que durante una aplicación aérea, tomando muestras del aire a 22 m de distancia de la misma, a favor del viento en condiciones extremas para la práctica (viento de 12 km/h), utilizando 10 veces la dosis de uso, la cantidad de agroquímico medido fue muy por debajo (entre 70 y 200 veces menos) de los límites de tolerancia y haciendo la misma medición, pero 40 minutos más tarde, no se hallaron rastros de la sustancia (http://cultivarargentina.com/ampliada.asp?pagina=nota_ampliada&nota=18264). De hecho la regulación de las aplicaciones aéreas ya ha sido estudiada y establecida por el Ministerio de Agricultura de la Nación. (http://www.minagri.gob.ar/site/agricultura/_pdf/Pautas_sobre_Aplicaciones.pdf)
¿Cuánto glifosato puede llegar a entrar en contacto con nosotros? En el peor de los escenarios, es decir acostándonos sin ropas en el terreno donde se hace la aplicación, mientras esta se está realizando, nos llegaría a nuestra piel 200 miligramos de producto (1.750 veces menos que la dosis letal mediana para un cuerpo de contextura normal), por lo que es muy difícil creer que alguna gota perdida en los arrabales de un poblado pudiese ser demasiado dañina. Otra de las cosas que intentan que se prohíba es el almacenamiento de glifosato en lugares urbanos ¿Cuál sería el peligro de ello? Como dije el glifosato no es volátil, por lo que estar cerca de un envase no reviste peligro alguno. Se puede tener veneno para ratas en la alacena del lavadero y no por eso, cuando uno va a enjuagar los calcetines, va a morir envenenado. El glifosato no es uranio enriquecido que emite radiación a su alrededor. Se puede alegar que podría haber problemas de derrames, pero eso es válido no solo para el glifosato, sino para muchas sustancias más que se almacenan en diversos lugares. Inclusos para aquellas que la IARC incluye en la misma lista de probables cancerígenos, tales como los combustibles (nafta, gasoil), la brea, el extracto de Aloe vera, los pickles, el café, el vidrio decorativo y los aceites lubricantes (http://monographs.iarc.fr/ENG/Classification/vol1_112.php). Por último, los argumentos de los ambientalistas acerca del aumento de la frecuencia de casos de cáncer en localidades ligadas al campo ¿Están basados en estudios serios? ¿Los casos se deben al uso de glifosato? ¿Hay arsénico en el agua? ¿Toman mucho mate esas personas? O son peluqueros o cocineros de papas fritas. Porque en el mismo listado de “probables” cancerígenos de la IARC, están incluidos el mate caliente, el oficio de peluquero y el de freidor ¿Se puede opinar tan ligeramente sobre algo tan serio? La humanidad se encuentra frente a un desafío muy grande: dentro de 15 años la población será de más de 8.000 millones de personas; habrá que producir 1.000 millones más de toneladas de alimentos por año. La Argentina y, en particular, nuestra zona, tendrá un gran protagonismo en eso. No podemos dejar de lado las tecnologías que ayuden a tal emprendimiento simplemente por pareceres. Debemos ser serios cuando opinamos o exigimos legislaciones. En los próximos 40 años el mundo deberá producir la misma cantidad de alimentos que se produjeron en los 10.000 años anteriores. No habrá que hacerlo a cualquier costo pero tampoco dificultarlo sin información ni sentido común. Rody Moirón