Era el año
1978 recién nacido. Era enero, veinticinco de enero. No es que me haya acordado
desde siempre de este último dato, lo tuve que buscar años más tarde, para
escribir este relato con más precisión. Porque de aquella noche recuerdo básicamente
lo importante: sentimientos.
Me acuerdo
que viví el partido en la penumbra del comedor de mi casa, con la Noblex Karina
sobre la mesa del comedor, lanzando a vuelo su voz gangosa. La otra radio, una Hitachi
forrada en cuero, se la había llevado mi vieja al lavadero. Mejor, pensé, la
Noblex era más nueva.
Todavía hoy
está la mesa en la casa. Y los demás muebles viejos de aquella vez: el
bargueño, el chifonier… Muebles con nombres raros que les daba mi vieja y que
hoy ya no escucho.
Los menciono
porque en mi recuerdo ellos, del estilo de algún Luís o algo así, fueron mi
estadio, mi tribuna. Desde allí escuché el partido. Sí, lo escuché. Porque
aunque teníamos tele, a doscientos sesenta kilómetros de la Capital, que
llegaran imagen y sonido era una lotería. “¡Hoy se ve un espejo!” se solía
decir cuando algún día nos ofrecía una antena parabólica de nubarrones que
hacía que la señal llegara intensa y que pudiéramos ver “Malevo” o algún otro
programa que nos deleitaba. Pero esos días eran escasos y, aquel, no fue uno de
ellos.
Mi viejo no
se hallaba en casa. Todavía no había regresado del campo. Pero seguro que
estaba escuchando por la radio del Fiat 1500. Porque fana como era… Mi hermano
mayor también era fana, pero tampoco estaba ¿Estaría escuchando en la colimba?
De él, del
viejo, había heredado mi simpatía hacia nuestro equipo. Y digo simpatía porque
hasta aquel día —y por eso lo recuerdo como a pocos otros— yo era un simple
simpatizante. Un chico que declaraba el ser hincha solamente por gastar algunas
cargadas con los compañeros de la escuela o para tener alguna foto en blanco y
negro con que forrar una carpeta.
El partido
comenzó y el gordo Muñoz empezó a tiritar su relato desde el parlante de la
Noblex Karina. Y yo, sentado en esas mullidas sillas de cuero que eran mis
compañeras de tribuna y que se usaban solamente cuando había visitas, también
comencé a tiritar.
No me daba
cuenta por qué estaba nervioso. Primero, a mí no me iba la vida en aquella
final. Qué tenía por perder o por ganar. Quién podría cargarme al otro día
¡Nadie!
En segundo
lugar, por esa especie de soberbia que da la “chapa”, teníamos todas las de
ganar. Aunque jugábamos de visitante y en el partido de ida habíamos empatado,
éramos grandes ¿Y ellos?
¿Ellos
quienes eran? Ni los conocía. En los álbumes de figuritas no aparecían, porque
las figus eran de equipos del metro. Cómo sería que al escuchar el relato me
daba cuenta si no la teníamos cuando el Gordo nombraba algún jugador ignoto
para mí.
Éramos un
Goliat que no permitiría, otra vez, que un débil David sacara ventaja de la
sorpresa.
El tema era
simple. En el partido de ida habíamos empatado uno a uno y, como el gol de
visitante, para desempatar, se computaba doble, ganando de visitante o
empatando en dos goles o más seríamos campeones. Nada muy difícil. Encima
teniendo en cuenta que arrancamos bien: en el primer tiempo dos cabezazos en el
área de ellos y, cumpliéndose uno de los postulados del fútbol, gol nuestro.
Pan comido.
Ahora los que debían remar eran ellos.
La voz del
Gordo en la penumbra del comedor me sonaba, ahora, menos fibrosa, menos tensa.
Era como si hubiera cambiado el aire.
Cuando
empezó el segundo tiempo creía que estaba tranquilo. Pero en mi interior
supongo que no era así, porque sentado frente a la radio me frotaba las
pantorrillas con las manos.
De pronto
el Gordo grita penal para ellos.
— ¡Qué
penal! ¡Dónde penal! ¡Gordo y la...!
Y lo
insulté al señor Muñoz como si él tuviera la culpa de algo. Y como si yo
hubiera visto algo.
Fue la
primera vez que insulté en un partido. Hoy lo hago siempre. No solo a los
árbitros, sino a los jugadores. Es que muchos de ellos me parecen tan ajenos o
tan faltos de talento que… Bueno, insulto en mi casa. Jamás lo haría delante de
ellos. Porque son laburantes, hacen lo que pueden. Y si hicieran lo que uno
quiere que hagan ya no estarían acá; estarían en Europa, en Rusia, hasta en
México. Es solo una catarsis.
Es tan
triste nuestro presente…
La cuestión
es que un tal Cherini ̶ ¡Cherini! ̶
lo pateó y lo metió. Uno a uno. Volver a empezar.
No perdí la
fe. Metiendo uno más los obligábamos a hacer dos.
Pero no fue
así. Un rato más tarde un tal Boccanelli
̶ ¿quién era? ̶ salta al cabezazo y nos mete un gol con la
mano.
“¡Con la
mano! ¡Con la mano! ¡Y la p…!”
Volví a
insultar y mucho.
Nos salió
carísimo el asunto, porque en la protesta nos echaron a tres “¡A tres!”
Recuerdo que el Gordo hablaba de un enjambre de jugadores rodeando al árbitro
¡No era para menos! También dijo que varios jugadores, ante el tamaño de la
injusticia, amenazaron con dejar el campo de juego, pero el técnico los
convenció y volvieron a jugar.
Estaba muy
enojado: lloraba, insultaba, gritaba y recurría a la blasfemia. Es que en la
pureza de la niñez las injusticias resultan más injustas.
Cuando el
partido se reanudó ya no éramos Goliat sino un escuálido David atado de pies y
manos, torturado y mutilado. Éramos ocho; y yo.
Pero no
perdí la fe. A esa edad creía más que ahora en los milagros. Además lo teníamos
a Él. Una especie de duende indescifrable para marcar, un geómetra del pase, un
relativista puro. Porque aunque parezca inadmisible, siempre me remitió a
Einstein. Recuerdo que mi viejo, cuando lo veía hacer alguna de esas
genialidades, sonreía con una mueca entre burlona y cómplice. Hoy, a veces, me
descubro haciendo lo mismo viendo a Messi.
Encima el
técnico ¡Un genio! Faltando quince minutos hace entrar a su socio de siempre,
que estaba afuera porque venía de una lesión y, faltando nueve, se dio el
milagro: pase del Beto y el Bocha… ¡Sí, Él! ¡Einstein, Chaplin, Goliat! Y el
Bocha la manda adentro con la zurda.
Le pegué
una piña al chifonier “¡Goooollll, la puta que los parió!”
Después no
me importó más nada. Sé que nos cascotearon el rancho hasta el final, pero no
me importó más nada. Lloraba. Escuchaba como el Gordo Muñoz se iba quedando disfónico
por el alto tono que al que lo obligaban los ataques de Talleres, pero no me
importaba. Sabía que el milagro ya estaba consumado. Y que era una hazaña
histórica
Y lloraba.
Y cuando terminó el partido me fui a mi pieza, descolgué un banderín que tenía
clavado con chinches en la pared ̶ poco
me importó que se descascarara el revoque ̶ y me fui a dar la vuelta olímpica, solo,
corriendo en la manzana del Club Junín.
Y en aquel
día. En aquella tardecita de enero; sin mi viejo para compartir; sin mi hermano
que estaba en la colimba; dando la vuelta olímpica en las veredas del club
Junín; solo; con un banderín desteñido y almidonado; a mis trece años, tomé
conciencia que era y sería, para siempre, fanático de Independiente.