viernes, 24 de marzo de 2017

Conciencia

Era el año 1978 recién nacido. Era enero, veinticinco de enero. No es que me haya acordado desde siempre de este último dato, lo tuve que buscar años más tarde, para escribir este relato con más precisión. Porque de aquella noche recuerdo básicamente lo importante: sentimientos.
Me acuerdo que viví el partido en la penumbra del comedor de mi casa, con la Noblex Karina sobre la mesa del comedor, lanzando a vuelo su voz gangosa. La otra radio, una Hitachi forrada en cuero, se la había llevado mi vieja al lavadero. Mejor, pensé, la Noblex era más nueva.
Todavía hoy está la mesa en la casa. Y los demás muebles viejos de aquella vez: el bargueño, el chifonier… Muebles con nombres raros que les daba mi vieja y que hoy ya no escucho.
Los menciono porque en mi recuerdo ellos, del estilo de algún Luís o algo así, fueron mi estadio, mi tribuna. Desde allí escuché el partido. Sí, lo escuché. Porque aunque teníamos tele, a doscientos sesenta kilómetros de la Capital, que llegaran imagen y sonido era una lotería. “¡Hoy se ve un espejo!” se solía decir cuando algún día nos ofrecía una antena parabólica de nubarrones que hacía que la señal llegara intensa y que pudiéramos ver “Malevo” o algún otro programa que nos deleitaba. Pero esos días eran escasos y, aquel, no fue uno de ellos.
Mi viejo no se hallaba en casa. Todavía no había regresado del campo. Pero seguro que estaba escuchando por la radio del Fiat 1500. Porque fana como era… Mi hermano mayor también era fana, pero tampoco estaba ¿Estaría escuchando en la colimba?
De él, del viejo, había heredado mi simpatía hacia nuestro equipo. Y digo simpatía porque hasta aquel día —y por eso lo recuerdo como a pocos otros— yo era un simple simpatizante. Un chico que declaraba el ser hincha solamente por gastar algunas cargadas con los compañeros de la escuela o para tener alguna foto en blanco y negro con que forrar una carpeta.
El partido comenzó y el gordo Muñoz empezó a tiritar su relato desde el parlante de la Noblex Karina. Y yo, sentado en esas mullidas sillas de cuero que eran mis compañeras de tribuna y que se usaban solamente cuando había visitas, también comencé a tiritar.
No me daba cuenta por qué estaba nervioso. Primero, a mí no me iba la vida en aquella final. Qué tenía por perder o por ganar. Quién podría cargarme al otro día ¡Nadie!
En segundo lugar, por esa especie de soberbia que da la “chapa”, teníamos todas las de ganar. Aunque jugábamos de visitante y en el partido de ida habíamos empatado, éramos grandes ¿Y ellos?
¿Ellos quienes eran? Ni los conocía. En los álbumes de figuritas no aparecían, porque las figus eran de equipos del metro. Cómo sería que al escuchar el relato me daba cuenta si no la teníamos cuando el Gordo nombraba algún jugador ignoto para mí.
Éramos un Goliat que no permitiría, otra vez, que un débil David sacara ventaja de la sorpresa.
El tema era simple. En el partido de ida habíamos empatado uno a uno y, como el gol de visitante, para desempatar, se computaba doble, ganando de visitante o empatando en dos goles o más seríamos campeones. Nada muy difícil. Encima teniendo en cuenta que arrancamos bien: en el primer tiempo dos cabezazos en el área de ellos y, cumpliéndose uno de los postulados del fútbol, gol nuestro.
Pan comido. Ahora los que debían remar eran ellos.
La voz del Gordo en la penumbra del comedor me sonaba, ahora, menos fibrosa, menos tensa. Era como si hubiera cambiado el aire.
Cuando empezó el segundo tiempo creía que estaba tranquilo. Pero en mi interior supongo que no era así, porque sentado frente a la radio me frotaba las pantorrillas con las manos.
De pronto el Gordo grita penal para ellos.
— ¡Qué penal! ¡Dónde penal! ¡Gordo y la...!
Y lo insulté al señor Muñoz como si él tuviera la culpa de algo. Y como si yo hubiera visto algo.
Fue la primera vez que insulté en un partido. Hoy lo hago siempre. No solo a los árbitros, sino a los jugadores. Es que muchos de ellos me parecen tan ajenos o tan faltos de talento que… Bueno, insulto en mi casa. Jamás lo haría delante de ellos. Porque son laburantes, hacen lo que pueden. Y si hicieran lo que uno quiere que hagan ya no estarían acá; estarían en Europa, en Rusia, hasta en México. Es solo una catarsis.
Es tan triste nuestro presente…
La cuestión es que un tal Cherini  ̶  ¡Cherini! ̶  lo pateó y lo metió. Uno a uno. Volver a empezar.
No perdí la fe. Metiendo uno más los obligábamos a hacer dos.
Pero no fue así. Un rato más tarde un tal Boccanelli  ̶   ¿quién era? ̶  salta al cabezazo y nos mete un gol con la mano.
“¡Con la mano! ¡Con la mano! ¡Y la p…!”
Volví a insultar y mucho.
Nos salió carísimo el asunto, porque en la protesta nos echaron a tres “¡A tres!” Recuerdo que el Gordo hablaba de un enjambre de jugadores rodeando al árbitro ¡No era para menos! También dijo que varios jugadores, ante el tamaño de la injusticia, amenazaron con dejar el campo de juego, pero el técnico los convenció y volvieron a jugar.
Estaba muy enojado: lloraba, insultaba, gritaba y recurría a la blasfemia. Es que en la pureza de la niñez las injusticias resultan más injustas.
Cuando el partido se reanudó ya no éramos Goliat sino un escuálido David atado de pies y manos, torturado y mutilado. Éramos ocho; y yo.
Pero no perdí la fe. A esa edad creía más que ahora en los milagros. Además lo teníamos a Él. Una especie de duende indescifrable para marcar, un geómetra del pase, un relativista puro. Porque aunque parezca inadmisible, siempre me remitió a Einstein. Recuerdo que mi viejo, cuando lo veía hacer alguna de esas genialidades, sonreía con una mueca entre burlona y cómplice. Hoy, a veces, me descubro haciendo lo mismo viendo a Messi.
Encima el técnico ¡Un genio! Faltando quince minutos hace entrar a su socio de siempre, que estaba afuera porque venía de una lesión y, faltando nueve, se dio el milagro: pase del Beto y el Bocha… ¡Sí, Él! ¡Einstein, Chaplin, Goliat! Y el Bocha la manda adentro con la zurda.
Le pegué una piña al chifonier “¡Goooollll, la puta que los parió!”
Después no me importó más nada. Sé que nos cascotearon el rancho hasta el final, pero no me importó más nada. Lloraba. Escuchaba como el Gordo Muñoz se iba quedando disfónico por el alto tono que al que lo obligaban los ataques de Talleres, pero no me importaba. Sabía que el milagro ya estaba consumado. Y que era una hazaña histórica
Y lloraba. Y cuando terminó el partido me fui a mi pieza, descolgué un banderín que tenía clavado con chinches en la pared  ̶ poco me importó que se descascarara el revoque ̶  y me fui a dar la vuelta olímpica, solo, corriendo en la manzana del Club Junín.

Y en aquel día. En aquella tardecita de enero; sin mi viejo para compartir; sin mi hermano que estaba en la colimba; dando la vuelta olímpica en las veredas del club Junín; solo; con un banderín desteñido y almidonado; a mis trece años, tomé conciencia que era y sería, para siempre, fanático de Independiente.

jueves, 23 de marzo de 2017

La media y la diame

A veces creemos que sabemos con exactitud lo que significan algunas palabras. Incluso aquellas que no son infrecuentes, pero cuando nos volvemos estrictos podemos fallar, perdernos en explicaciones incompletas y erróneas o titubear.
La definición de “igual” no me resultó ajena a ello. Siempre supuse que dos cosas iguales no tenían diferencia alguna entre sí. Pero la definición dice otra cosa, es más ambigua y deja lugar a interpretaciones cuantitativas. En el Diccionario de la Real Academia Española, la tercera acepción dice que igual es un adjetivo que significa: muy parecido o semejante ¡Pero no idéntico!
Toda esta disquisición vino a cuento cuando me hallé frente a un cajón de la cómoda, con diez medias en la mano, y ninguna pertenecía al mismo par.
Y me pregunté por qué no había una igual a la otra. Y en mi error de confundir esa palabra con “idéntico” razoné que las medias de un mismo par no eran iguales entre sí; como sucede con un par de zapatos o los faroles delanteros de un vehículo. Son individuos simétricos, especulares, correspondientes, semejantes. Pero a la vista del significado preciso, las medias de un mismo par son iguales. Pero no idénticas, una está cosida para un lado y la otra para el opuesto.
Y creí que esa diferencia entre una y otra era la causante de que se me dificultara hallar un par. Porque a ambas me las saco al mismo tiempo, las coloco juntas en el cesto de la ropa sucia y, es muy probable que sean introducidas al lavarropas simultáneamente.
Entonces, en qué momento y por qué causa se separan.
Fiel a mi naturaleza empírica decidí averiguarlo. No fue tarea sencilla. No porque se tratase de una práctica complicada que necesitara aparatología compleja o conocimientos previos, sino porque debería tomar actitudes que pondrían en duda, aún más, la normalidad de mi estado mental. Tendría que vigilar a mi esposa, en el lavadero, mientras introducía la ropa en el lavarropas y luego atender, frente al aparato, la actitud de las medias.
Y así lo hice.
“¿Qué mirás?” me dijo previsiblemente ella, mientras procedía al lavado. –Me gusta verte- le respondí evasivo.
Y descubrí que en ese proceso no estaba el problema. Mi mujer puso el par de medias juntas, con otras prendas más, cerró el lavarropas y encendió el programa.
Esperé que se alejara un poco y, acuclillándome, me puse a mirar lo que sucedía en el interior del artefacto.
“¡Y ahora qué!” Me increpó ella, que había regresado. “Me parece que tiene una falla, hace un ruido raro”, respondí con ingenio.
Cuando quedé nuevamente a solas comencé a mirar el movimiento giratorio, algo hipnótico, que me presentaba el tambor de lavado. La visión me fue ensimismando y recordé el espiral del comienzo de la serie “La cuarta dimensión”. Pero en un momento logré pestañear y concentrarme en mi misión.
Y descubrí lo que estaba buscando: las medias, en medio de esa maraña de telas que naufragaban en el torbellino de agua y jabón, no se comportaban de la misma manera. Las medias eran iguales pero no idénticas, eran la una reflejo de la otra. Por eso una giraba en sentido horario y otra anti horario. Una era dextrógira y la otra levógira. Y como si fuesen partículas que se repelen se mantenían alejadas entre sí, separadas por media circunferencia.
Finalmente el programa de lavado terminó y cuando mi esposa regresó le dije que era una falsa alarma, que el aparato funcionaba bien. Y me quedé, nuevamente, observándola.
Y pude atar los cabos que faltaban; una de las medias salió con la primera tanda que fue al secarropas y, luego, terminó en el tender. La otra, más tarde, sufrió el primer proceso pero debió dormir un tiempo en el secarropas hasta conseguir su turno de colgado. Y eso las divorció.
La primera media fue a un cajón durante la noche, mientras que la segunda lo hizo dos días después a otro.
Concluí que con todos los pares debía suceder lo mismo, por eso había breves temporadas en que se podía armar uno y otros vacíos temporales en que las medias eran manipuladas individualmente.
Y eso me hizo entender que la única solución sería comprar, mínimamente, diez pares iguales.

Pero no hallé ningún negocio con el stock suficiente como para hacerlo.

La gata peluda y mi yo interior

La gata peluda es un individuo extraño. Una especie de limpiatubos gordo. Un gusano punk que se parece a un mini colectivo de los picapiedras: una enorme estructura, que sería el vehículo y, por debajo, los piecitos que lo hacen avanzar.
No parecería que fuese importante detenerse a hablar de ella, salvo que se lo hiciera por cuestiones zoológicas o agronómicas. Pero hoy creo que no es así.
Spilosoma virgínica es su nombre científico bajo la nomeclatura binaria que creara el francés Linneo. Spilosoma sería el apellido y virgínica su nombre. “el epíteto específico” le llamaban a esto último cuando estudiaba.
“Epíteto específico”, algo que jamás comprendí hasta que, a los treinta y ocho años, escuché durante un partido de morondanga, que el relator dijo que un jugador le había lanzado “gruesos epítetos al árbitro”. Entonces me fui al diccionario y ahí leí que epíteto, en gramática, significa: adjetivo calificativo que indica una cualidad natural del nombre al que acompaña, sin distinguirlo de los demás de su grupo.
Entonces entendí: “epíteto específico” es la descripción de una característica de los individuos de un género, que define su especie.
Lo que jamás comprenderé es como una puteada a un árbitro me remitió a algo aprendido quince años atrás.
La cuestión es que “Spilosoma virgínica” es el apellido y nombre de la gata peluda ¡Pero no es así! Porque en eso se supone que todas y cada una de las gatas peludas son iguales ¿Pero, lo son? Para nosotros sí. Para nosotros, cada una, es un bicho que come hojas y que, si se desbanda y nos perjudica los cultivos, hay que aniquilarlas.
Y allá van las armas químicas, que para matar somalíes están prohibidas pero para ellas no, a aniquilar a las gatitas.
¿Será injusto?
¿Qué sabemos de las relaciones entre ellas? ¿Son todas iguales? ¿No piensan? ¿No sienten? ¿Se amarán? ¿Quieren a sus huevos? ¿Cuándo son mariposas recuerdan el estado larvario y comparten vuelos en pareja?
¡Y si es así!
Si es así, llamarlas a todas “Spilosoma virgínica” es una injusticia. O al menos una simplificación. Porque quizá haya un Jorge Spilosoma virgínica, una María Rosa Spilosoma virgínica, una Ludovica Spilosoma virgínica, un Jonathan Spilosoma virgínica… y así todos, individuos diferenciados en la sociedad gatapeludiana.
Esto viene a cuento por algo que me sucedió ayer.
Cuando uno recorre un lote de soja, en el que hay orugas, es común que alguna de ellas, en un acto invisible a nuestra mirada, se desprenda de una planta y se aferre a nuestro pantalón. Y uno no le da mucho mérito a eso. Pero si se piensa, para el animal es una acrobacia similar a las que hacía Burt Lancaster en la película trapecio. Lanzarse de un folíolo de soja a un pantalón, desde cuarenta centímetros de altura y siendo que el largo de su cuerpo es de dos centímetros, es como que nosotros hiciéramos lo mismo a cincuenta metros de altura ¡Una osadía!
Pero no admiramos eso. Peor aún, lo ignoramos.
Ayer, a la hora de la siesta, recorrí un lote de soja para evaluar la magnitud del ataque de insectos y determinar si se tenían que tomar medidas de control o esperar. Opté por lo segundo y me fui.
Por aquel tema de Burt Lancaster, es frecuente que, al rato de la exploración a la leguminosa, mientras uno va manejando, se le aparezca en alguna prenda alguna isoca. Avezado en esas lides uno no descuida la conducción del vehículo y se la saca de encima.
Es claro que ellas no tienen poder de lucha ninguno contra nosotros.
Pero eso no me sucedió.
Más tarde, pasadas las diez de la noche, estaba en mi sofá, mirando por décima cuarta vez Indiana Jones y el templo de la perdición. En la escena que Kate Capshaw atraviesa la cueva llena de cucarachas y otros bichos, algo desvió mi atención: una gata peluda trepaba por mi pantalón, a la altura del muslo.
No le presté mucha atención porque justo, Willie, estaba por meter la mano en el hueco donde estaba la palanca que salvaría a Indiana de morir aplastado. Entonces hice un círculo con los dedos pulgar y mayor, liberé la tensión que retenía al segundo y, con una especie de puntapié digital, eché a vuelo al lepidóptero.
No pasaron más de quince minutos hasta que me imbuí en una profunda introspección y perdí toda referencia del japonesito, del templo y del Maharajá Zalim Singh.
¿Qué estamos haciendo los seres humanos? ¿Quiénes nos creemos que somos? Esa simple gata peluda había sobrevivido a un mundo hostil, para ella, por más de siete horas. Había estado aferrada a mis prendas mientras fui a la estación de servicio, a otro campo, a lo de mi vieja, al supermercado, a mi casa… Siete largas y tediosas horas temiendo por su vida. Luchando por ella. Pasando hambre y sed. En soledad. Nosotros, con algo así, hacemos una película de un tipo que se desbarranca en un desfiladero y se quiere cortar el brazo. Pero de gatas peludas no hay filme alguno. Supuestamente nosotros somos extraordinarios, valerosos, aventureros ¡Y ella! ¡Qué escollos habría sorteado para llegar hasta allí! Solita, la pobre, pensando en su familia. No era madre, por cierto, para ello hay que ser mariposa. Pero seguro era hija, hermana… Y extrañaría a los suyos. Y quizá tuvo la repentina y desgarradora certeza de que jamás volvería a verlos.
Y yo, con el dedo, me la había quitado con desdén.
Un nudo de angustia me estranguló la garganta y un sudario de piedad me vistió de golpe. Dejé el control remoto y comencé a buscarla en el piso, en la mesa del televisor, en las paredes, en el palo de agua, en los cables… Hasta que:
— ¡Qué haces en cuatro patas, boludo! ¡Ya te mamaste de nuevo! — me dijo mi señora.
—Nnnno, nada. Se me cayó el encendedor.
Rody Moirón, enero 2014

domingo, 12 de marzo de 2017

Rehenes de los sindicalistas

Las cosas y acciones suelen ser simplemente esenciales, es decir: son. El daño o beneficio que provoquen no depende de ellas sino de su uso. Así la energía atómica provoca algo bueno si genera la electricidad que alimenta un quirófano en donde se salva una vida o un hecho dañino cuando explota en una bomba destruyendo una ciudad.
Lo mismo se puede aplicar al dinero, las drogas e infinidad de cosas.
Suele suceder que algo se crea, con su esencia, para provocar el bien y el tiempo va degenerando su aplicación y termina provocando daño. Incluso, algo grave en esas situaciones, sin que lleguemos a darnos cuenta o a prestarle atención, naturalizando su perversión.
La democracia en su estado puro primigenio es perfecta: el pueblo gobierna a través de sus representantes a los que elige. Pero el tiempo la ha ido tergiversando, entonces los diputados, que son los que representan a la población de un sector de un territorio, terminan dándole la espalda a sus representados y obedeciendo tan solo al partido al que pertenecen o, mejor dicho, a las autoridades del mismo.
Al diputado Fagúndez, de la XXIII sección electoral poco suele preocuparle lo que piensen los habitantes de ella que lo han votado; levanta la mano o no de acuerdo a lo que le impone la obediencia debida ¡Y no nos parece extraño!
Con el sindicalismo pasa lo mismo. Nació, florecido el siglo XX, como una fascinante herramienta para que los trabajadores tuviesen fuerza para luchar por reclamos justos y evitar abusos patronales.
Pero con el tiempo esa creación virtuosa se fue desnaturalizando, instaurando dirigentes eternos a los que solo les importan sus intereses personales y cambiando, en muchos casos, los derechos por abusos. Sobre todo en el ámbito estatal ¡Y nos parece natural!
Se llegó a una instancia en que a la lucha gremial poco le interesa la búsqueda de la excelencia de los trabajadores afiliados. No se puede echar a un empleado del estado sin que se provoque una airada protesta. No importa si es un inútil, haragán o inescrupuloso. Entonces para suplir la falta de trabajo de sujetos como el descripto hay que tomar más trabajadores. Y todos tienen un escudo protector sindical que los hace intocables. Y al gremialista en jefe poco le importa la calidad de sus representados, tan solo el número. Y cuanto más sean mejor. Y él pasa de ser un trabajador que representa a su gremio a trabajar de gremialista. Y su barriga, su billetera y sus lujos crecen ¡Y a nadie le importa!
No estaría mal esta situación; que haya una gran plataforma laboral que contenga a un enorme grupo de personas sería bueno. Lo malo es que suele suceder lo de la frazada corta: si se tapa la cabeza se destapan los pies. La frazada vendría a ser, en este caso, el dinero salarial. Si los empleados son muchos no alcanza para pagar buenos sueldos. Si se aumentan éstos es necesario sobre emitir moneda, generando una inflación que diluye su efecto. Todo esto en un contexto en el que no se puede reducir el cuadro laboral porque el sindicalista pondría el grito en el cielo y se acusaría al gobierno que fuere de inhumano.
Situación que no viven las cajeras de supermercados o los playeros de las estaciones de servicio, que no pueden luchar por sus salarios ni la estabilidad laboral.
Entrar a trabajar en el estado es trasponer una especie de puerta trampa que permite el movimiento en una sola dirección: hacia adentro. Es ingresar a un sitio donde eternizarse y, al contrario de Gabriel que fue playero, luego renunció para emplearse de vendedor de electrodomésticos en la sucursal de una gran empresa en donde llegó a ser gerente, el empleado estatal no busca mejores horizontes y pretende que estos se presenten en su lugar de trabajo. Todo bajo el amparo de los jefes gremiales que utilizan ese estado de cosas en provecho propio.

Entonces se termina siendo rehenes de esa situación o, mejor dicho, de los sindicalistas. Todo esto ante la mirada impávida de los propios agremiados que se suman a la protesta por el salario o los despidos pero nunca se quejan de los pares que parasitan su labor.