martes, 23 de febrero de 2016
lunes, 22 de febrero de 2016
Entrevista al Ing. Agr. José Luis Tedesco (AAPRESID)
El Ing. Agr. José Luis Tedesco nos habla sobre un proyecto de ordenanza para aplicaciones periurbanas.
jueves, 18 de febrero de 2016
Entrevista al Diputado Jorge Ocampos
El Diputado Jorge Ocampos, de Río Negro, habla sobre la situación de los productores de peras y manzanas del Alto Valle de Río Negro.
lunes, 15 de febrero de 2016
jueves, 11 de febrero de 2016
Entrevista al Ing. José Sesma
El Ing. José Sesma es experto en recursos energéticos y ecología, habla sobre la matriz energética del país.
jueves, 4 de febrero de 2016
Entrevista al Lic. Carlos Titanti
Carlos Titanti es Licenciado en Economía y Contador Público y ejerció cargos gerenciales, en varios países, en Agip. Habló acerca del mercado internacional del petroleo.
lunes, 1 de febrero de 2016
Entrevista al Ing. Agr. Oscar Marín
Oscar Marín es vicepresidente de la Unión de Cámaras y Asociaciones de Buenos Aires en manejo de Plagas Urbanas y habló sobre el Aedes aegypti.
viernes, 29 de enero de 2016
miércoles, 27 de enero de 2016
Entrevista al Ing. José Luis Tedesco con miembros de la AIAJ
Con los ingenieros Bernardo Rosenthal, Marclo Rosseti y Daniel Schön hablamos con José Luis Tedesco acerca de la creación de un colegio de ingenieros agrónomos de la Provincia de Buenos Aires y de la agricultura certificada.
martes, 26 de enero de 2016
lunes, 25 de enero de 2016
25 de enero de 1978
Conciencia
Era el año 1978 recién nacido. Era enero, veinticinco de enero. No es que me haya acordado desde siempre de este último dato, lo tuve que buscar años más tarde, para escribir este relato con más precisión. Porque de aquella tarde recuerdo básicamente lo importante: sentimientos. Me acuerdo que viví el partido en la penumbra del comedor de mi casa, con la Noblex Karina sobre la mesa del comedor, lanzando a vuelo su voz gangosa. La otra radio, una Hitachi forrada en cuero, se la había llevado mi vieja al lavadero. Mejor, pensé, la Noblex era más nueva. Todavía hoy está la mesa en la casa. Y los demás muebles viejos de aquella vez: el bargueño, el chifonier… Muebles con nombres raros que les daba mi vieja y que hoy ya no escucho. Los menciono porque en mi recuerdo ellos, del estilo de algún Luís o algo así, fueron mi estadio, mi tribuna. Desde allí escuché el partido. Sí, lo escuché. Porque aunque teníamos tele, a doscientos sesenta kilómetros de la Capital, que llegaran imagen y sonido era una lotería. “¡Hoy se ve un espejo!” se solía decir cuando algún día nos ofrecía una antena parabólica de nubarrones que hacía que la señal llegara intensa y que pudiéramos ver “Malevo” o algún otro programa que nos deleitaba. Pero esos días eran escasos y, aquel, no fue uno de ellos. Mi viejo no se hallaba en casa. Todavía no había regresado del campo. Pero seguro que estaba escuchando por la radio del Fiat 1500. Porque fana como era… Mi hermano mayor también era fana, pero tampoco estaba ¿Estaría escuchando en la colimba? De él, del viejo, había heredado mi simpatía hacia nuestro equipo. Y digo simpatía porque hasta aquel día —y por eso lo recuerdo como a pocos otros— yo era un simple simpatizante. Un chico que declaraba el ser hincha solamente por gastar algunas cargadas con los compañeros de la escuela o para tener alguna foto en blanco y negro con que forrar una carpeta. El partido comenzó y el gordo Muñoz empezó a tiritar su relato desde el parlante de la Noblex Karina. Y yo, sentado en esas mullidas sillas de cuero que eran mis compañeras de tribuna y que se usaban solamente cuando había visitas, también comencé a tiritar. No me daba cuenta por qué estaba nervioso. Primero, a mí no me iba la vida en aquella final. Qué tenía por perder o por ganar. Quién podría cargarme al otro día ¡Nadie! En segundo lugar, por esa especie de soberbia que da la “chapa”, teníamos todas las de ganar. Aunque jugábamos de visitante y en el partido de ida habíamos empatado, éramos grandes ¿Y ellos? ¿Ellos quienes eran? Ni los conocía. En los álbumes de figuritas no aparecían, porque las figus eran de equipos del metro. Cómo sería que al escuchar el relato me daba cuenta si no la teníamos cuando el Gordo nombraba algún jugador ignoto para mí. Éramos un Goliat que no permitiría, otra vez, que un débil David sacara ventaja de la sorpresa. El tema era simple. En el partido de ida habíamos empatado uno a uno y, como el gol de visitante, para desempatar, se computaba doble, ganando de visitante o empatando en dos goles o más seríamos campeones. Nada muy difícil. Encima teniendo en cuenta que arrancamos bien: en el primer tiempo dos cabezazos en el área de ellos y, cumpliéndose uno de los postulados del fútbol, gol nuestro. Pan comido. Ahora los que debían remar eran ellos. La voz del Gordo en la penumbra del comedor me sonaba, ahora, menos fibrosa, menos tensa. Era como si hubiera cambiado el aire. Cuando empezó el segundo tiempo creía que estaba tranquilo. Pero en mi interior supongo que no era así, porque sentado frente a la radio me frotaba las pantorrillas con las manos. De pronto el Gordo grita penal para ellos. — ¡Qué penal! ¡Dónde penal! ¡Gordo y la...! Y lo insulté al señor Muñoz como si él tuviera la culpa de algo. Y como si yo hubiera visto algo. Fue la primera vez que insulté en un partido. Hoy lo hago siempre. No solo a los árbitros, sino a los jugadores. Es que muchos de ellos me parecen tan ajenos o tan faltos de talento que… Bueno, insulto en mi casa. Jamás lo haría delante de ellos. Porque son laburantes, hacen lo que pueden. Y si hicieran lo que uno quiere que hagan ya no estarían acá; estarían en Europa, en Rusia, hasta en México. Es solo una catarsis. Es tan triste nuestro presente…
La cuestión es que un tal Cherini ̶ ¡Cherini! ̶ lo pateó y lo metió. Uno a uno. Volver a empezar. No perdí la fe. Metiendo uno más los obligábamos a hacer dos. Pero no fue así. Un rato más tarde un tal Boccanelli ̶ ¿quién era? ̶ salta al cabezazo y nos mete un gol con la mano. “¡Con la mano! ¡Con la mano! ¡Y la p…!” Volví a insultar y mucho. Nos salió carísimo el asunto, porque en la protesta nos echaron a tres “¡A tres!” Recuerdo que el Gordo hablaba de un enjambre de jugadores rodeando al árbitro ¡No era para menos! También dijo que varios jugadores, ante el tamaño de la injusticia, amenazaron con dejar el campo de juego, pero el técnico los convenció y volvieron a jugar. Estaba muy enojado: lloraba, insultaba, gritaba y recurría a la blasfemia. Es que en la pureza de la niñez las injusticias resultan más injustas. Cuando el partido se reanudó ya no éramos Goliat sino un escuálido David atado de pies y manos, torturado y mutilado. Éramos ocho; y yo. Pero no perdí la fe. A esa edad creía más que ahora en los milagros. Además lo teníamos a Él. Una especie de duende indescifrable para marcar, un geómetra del pase, un relativista puro. Porque aunque parezca inadmisible, siempre me remitió a Einstein. Recuerdo que mi viejo, cuando lo veía hacer alguna de esas genialidades, sonreía con una mueca entre burlona y cómplice. Hoy, a veces, me descubro haciendo lo mismo viendo a Messi. Encima el técnico ¡Un genio! Faltando quince minutos hace entrar a su socio de siempre, que estaba afuera porque venía de una lesión y, faltando nueve, se dio el milagro: pase del Beto y el Bocha… ¡Sí, Él! ¡Einstein, Chaplin, Goliat! Y el Bocha la manda adentro con la zurda. Le pegué una piña al chifonier “¡Goooollll, la puta que los parió!” Después no me importó más nada. Sé que nos cascotearon el rancho hasta el final, pero no me importó más nada. Lloraba. Escuchaba como el Gordo Muñoz se iba quedando disfónico por el alto tono que al que lo obligaban los ataques de Talleres, pero no me importaba. Sabía que el milagro ya estaba consumado. Y que era una hazaña histórica Y lloraba. Y cuando terminó el partido me fui a mi pieza, descolgué un banderín que tenía clavado con chinches en la pared ̶ poco me importó que se descascarara el revoque ̶ y me fui a dar la vuelta olímpica, solo, corriendo en la manzana del Club Junín. Y en aquel día. En aquella tardecita de enero; sin mi viejo para compartir; sin mi hermano que estaba en la colimba; dando la vuelta olímpica en las veredas del club Junín; solo; con un banderín desteñido y almidonado; a mis trece años, tomé conciencia que era y sería, para siempre, fanático de Independiente. Rody Moirón
Era el año 1978 recién nacido. Era enero, veinticinco de enero. No es que me haya acordado desde siempre de este último dato, lo tuve que buscar años más tarde, para escribir este relato con más precisión. Porque de aquella tarde recuerdo básicamente lo importante: sentimientos. Me acuerdo que viví el partido en la penumbra del comedor de mi casa, con la Noblex Karina sobre la mesa del comedor, lanzando a vuelo su voz gangosa. La otra radio, una Hitachi forrada en cuero, se la había llevado mi vieja al lavadero. Mejor, pensé, la Noblex era más nueva. Todavía hoy está la mesa en la casa. Y los demás muebles viejos de aquella vez: el bargueño, el chifonier… Muebles con nombres raros que les daba mi vieja y que hoy ya no escucho. Los menciono porque en mi recuerdo ellos, del estilo de algún Luís o algo así, fueron mi estadio, mi tribuna. Desde allí escuché el partido. Sí, lo escuché. Porque aunque teníamos tele, a doscientos sesenta kilómetros de la Capital, que llegaran imagen y sonido era una lotería. “¡Hoy se ve un espejo!” se solía decir cuando algún día nos ofrecía una antena parabólica de nubarrones que hacía que la señal llegara intensa y que pudiéramos ver “Malevo” o algún otro programa que nos deleitaba. Pero esos días eran escasos y, aquel, no fue uno de ellos. Mi viejo no se hallaba en casa. Todavía no había regresado del campo. Pero seguro que estaba escuchando por la radio del Fiat 1500. Porque fana como era… Mi hermano mayor también era fana, pero tampoco estaba ¿Estaría escuchando en la colimba? De él, del viejo, había heredado mi simpatía hacia nuestro equipo. Y digo simpatía porque hasta aquel día —y por eso lo recuerdo como a pocos otros— yo era un simple simpatizante. Un chico que declaraba el ser hincha solamente por gastar algunas cargadas con los compañeros de la escuela o para tener alguna foto en blanco y negro con que forrar una carpeta. El partido comenzó y el gordo Muñoz empezó a tiritar su relato desde el parlante de la Noblex Karina. Y yo, sentado en esas mullidas sillas de cuero que eran mis compañeras de tribuna y que se usaban solamente cuando había visitas, también comencé a tiritar. No me daba cuenta por qué estaba nervioso. Primero, a mí no me iba la vida en aquella final. Qué tenía por perder o por ganar. Quién podría cargarme al otro día ¡Nadie! En segundo lugar, por esa especie de soberbia que da la “chapa”, teníamos todas las de ganar. Aunque jugábamos de visitante y en el partido de ida habíamos empatado, éramos grandes ¿Y ellos? ¿Ellos quienes eran? Ni los conocía. En los álbumes de figuritas no aparecían, porque las figus eran de equipos del metro. Cómo sería que al escuchar el relato me daba cuenta si no la teníamos cuando el Gordo nombraba algún jugador ignoto para mí. Éramos un Goliat que no permitiría, otra vez, que un débil David sacara ventaja de la sorpresa. El tema era simple. En el partido de ida habíamos empatado uno a uno y, como el gol de visitante, para desempatar, se computaba doble, ganando de visitante o empatando en dos goles o más seríamos campeones. Nada muy difícil. Encima teniendo en cuenta que arrancamos bien: en el primer tiempo dos cabezazos en el área de ellos y, cumpliéndose uno de los postulados del fútbol, gol nuestro. Pan comido. Ahora los que debían remar eran ellos. La voz del Gordo en la penumbra del comedor me sonaba, ahora, menos fibrosa, menos tensa. Era como si hubiera cambiado el aire. Cuando empezó el segundo tiempo creía que estaba tranquilo. Pero en mi interior supongo que no era así, porque sentado frente a la radio me frotaba las pantorrillas con las manos. De pronto el Gordo grita penal para ellos. — ¡Qué penal! ¡Dónde penal! ¡Gordo y la...! Y lo insulté al señor Muñoz como si él tuviera la culpa de algo. Y como si yo hubiera visto algo. Fue la primera vez que insulté en un partido. Hoy lo hago siempre. No solo a los árbitros, sino a los jugadores. Es que muchos de ellos me parecen tan ajenos o tan faltos de talento que… Bueno, insulto en mi casa. Jamás lo haría delante de ellos. Porque son laburantes, hacen lo que pueden. Y si hicieran lo que uno quiere que hagan ya no estarían acá; estarían en Europa, en Rusia, hasta en México. Es solo una catarsis. Es tan triste nuestro presente…
La cuestión es que un tal Cherini ̶ ¡Cherini! ̶ lo pateó y lo metió. Uno a uno. Volver a empezar. No perdí la fe. Metiendo uno más los obligábamos a hacer dos. Pero no fue así. Un rato más tarde un tal Boccanelli ̶ ¿quién era? ̶ salta al cabezazo y nos mete un gol con la mano. “¡Con la mano! ¡Con la mano! ¡Y la p…!” Volví a insultar y mucho. Nos salió carísimo el asunto, porque en la protesta nos echaron a tres “¡A tres!” Recuerdo que el Gordo hablaba de un enjambre de jugadores rodeando al árbitro ¡No era para menos! También dijo que varios jugadores, ante el tamaño de la injusticia, amenazaron con dejar el campo de juego, pero el técnico los convenció y volvieron a jugar. Estaba muy enojado: lloraba, insultaba, gritaba y recurría a la blasfemia. Es que en la pureza de la niñez las injusticias resultan más injustas. Cuando el partido se reanudó ya no éramos Goliat sino un escuálido David atado de pies y manos, torturado y mutilado. Éramos ocho; y yo. Pero no perdí la fe. A esa edad creía más que ahora en los milagros. Además lo teníamos a Él. Una especie de duende indescifrable para marcar, un geómetra del pase, un relativista puro. Porque aunque parezca inadmisible, siempre me remitió a Einstein. Recuerdo que mi viejo, cuando lo veía hacer alguna de esas genialidades, sonreía con una mueca entre burlona y cómplice. Hoy, a veces, me descubro haciendo lo mismo viendo a Messi. Encima el técnico ¡Un genio! Faltando quince minutos hace entrar a su socio de siempre, que estaba afuera porque venía de una lesión y, faltando nueve, se dio el milagro: pase del Beto y el Bocha… ¡Sí, Él! ¡Einstein, Chaplin, Goliat! Y el Bocha la manda adentro con la zurda. Le pegué una piña al chifonier “¡Goooollll, la puta que los parió!” Después no me importó más nada. Sé que nos cascotearon el rancho hasta el final, pero no me importó más nada. Lloraba. Escuchaba como el Gordo Muñoz se iba quedando disfónico por el alto tono que al que lo obligaban los ataques de Talleres, pero no me importaba. Sabía que el milagro ya estaba consumado. Y que era una hazaña histórica Y lloraba. Y cuando terminó el partido me fui a mi pieza, descolgué un banderín que tenía clavado con chinches en la pared ̶ poco me importó que se descascarara el revoque ̶ y me fui a dar la vuelta olímpica, solo, corriendo en la manzana del Club Junín. Y en aquel día. En aquella tardecita de enero; sin mi viejo para compartir; sin mi hermano que estaba en la colimba; dando la vuelta olímpica en las veredas del club Junín; solo; con un banderín desteñido y almidonado; a mis trece años, tomé conciencia que era y sería, para siempre, fanático de Independiente. Rody Moirón
viernes, 22 de enero de 2016
Entrevista al Diputado Nacional Pablo Torello
Luego de su visita a Alemania, en el marco de la celebración de la "Semana verde" en Berlín, nos cuenta acerca del resultado de la misma.
viernes, 15 de enero de 2016
viernes, 8 de enero de 2016
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